dijous, de desembre 08, 2011

Navidades a oscuras.

No podía evitar mirar por la ventana con melancolía. La nieve caía casi a cámara lenta y me parecía imposible que fuera cierto. Estaba recordando, imaginando no estar donde estaba, a pesar que era lo que siempre había deseado, con los ojos empañados y vidriosos.
Una navidad blanca. ¿Qué niño de pueblo o ciudad poco propenso a la estación fría no sueña en que algún día verá nevar en un día tan mágico?
Supongo que estaba decepcionada, no podía moverme del sitio. No me atrevía a salir a la calle, a levantar la vista y a ver como caían sobre mí aquellos copos gélidos de los que tanto había oído hablar.

La nieve me estaba desilusionando y me dolía. Me puse las manos en el pecho e intenté parar mi corazón que estaba rompiéndose de dolor mientras no podía evitar que una lágrima cayera por mi mejilla.

Cerré los ojos con fuerza, como si pudiera hacer que todo desapareciera y encontrarme de nuevo con mi familia.

¿Cómo pude irme?
En aquel momento no lo recordaba, pero tenía motivos. Motivos que se me escapaban por lo ínfimo de su naturaleza, por la estupidez con la que habían sido creados con mis altivos razonamientos.

Mi padre fumaba y nunca hablaba. Nos observaba sin vernos realmente, quizá imaginándonos, con expresión severa; en aquel momento nadie sabía que pasaba por su cabeza, pero después sonreía de una manera que te hacía pensar que las nubes habían dejado de cubrir sus pensamientos y había vuelto con su familia. Mi madre se sentaba a su lado y con una sonrisa respondía a sus preguntas directas, no hablando nunca sin razón, complacida mientras que mi hermano servía la comida y su mujer intentaba controlar a los ruidosos niños que habían engendrado. Yo, en un rincón, simplemente intentaba no parecer ni en acuerdo ni en desacuerdo con nada, miraba constantemente el reloj con discreción y esperaba el final de la velada, solamente quería salir de allí, no quería estar con ellos.

¿Cómo podía haber sido tan egoísta? Ellos me aceptaban y yo miraba el reloj.

Los regalos no eran nada del otro mundo pero eran suficientes para iluminar a los niños. Yo me limitaba a esperar.

¿Cómo no había podido ver la felicidad que sentía?
Quizá mis recuerdos eran distorsionados y realmente era horrible estar con ellos, quizá no recordaba que estaba en tensión que todo el mundo me acosaba, se reía de mi. No, no era posible.
¿Por qué me había ido? ¿Por qué había considerado mejor vivir en el extranjero, intentando empezar de nuevo? ¿Quién me había creído que era?
Me había ido sin ningún tipo de excusa.

-Adiós

-¿Volverás por Navidad?
-No
Había pensado que mi vida sería mucho mejor, que llegaría, conocería a gente y pasaría la mejor Navidad de mi vida, pero no tenía razón.
Yo era irritante y sarcástica, demasiado realista, demasiado individualista y a veces malhumorada. Oscura y a veces paranoica, nadie podía entenderme, nadie me aceptaba, excepto aquellos de los que me había alejado. Que ingenua, que estúpida había sido.

No podía culparles por no haberme avisado. ¿Porque habrían tenido que hacerlo?
Abrí los ojos y me alejé con cautela de la ventana intentando olvidar la nieve que por primera vez tenía el privilegio de ver. Giré la vista a la mesa. Me había servido la cena hacía ya mucho rato. Todo estaba frío y la copa de vino continuaba vacía.

Me acerqué y con un movimiento muy lento llené la copa casi por completo. Me la llevé a los labios y dejando una marca roja casi la vacié. La miré y le di unas cuantas vueltas intentando que mis preocupaciones se fueran más rápidamente de lo que habían llegado. Quería dormir, que fuera el día siguiente y dejarlo todo atrás.

El teléfono sonó y me giré asustada. Dejé la copa con los restos de pintalabios sobre la mesa y me acerqué al aparato que anunciaba que me llamaban desde casa. Tenía la mano en el corazón y al darme cuenta la bajé, dudosa de responder al móvil o no.

Podría haber dejado atrás mi orgullo y responder. Pero pudo el orgullo. Lancé el móvil al sofá y volvió a sonar, aún con más insistencia, como si alguien hubiera visto mi reacción. ¿A quien quería engañar? En realidad quería hablar con ellos.

Seguramente sería mi padre para desearme feliz Navidad, con un jaleo considerable de niños en el ambiente.

Quería llenar otra vez la copa mientras miraba con apatía el objeto ruidoso que dejó de sonar y volví a chillar de nuevo. Vacié la copa con rapidez mientras el teléfono me reclamaba, me acerqué al sofá y me dejé caer cogiendo el aparato, dispuesta a contestar con ironía, dispuesta a decir que estaba bien. Tenía que fingir, así que cogí aire i descolgué.

- ¿Hola?

- Hola hija – era mi padre. Pocas personas sabrán lo que sentí al escuchar su voz al otro lado del hilo. Una voz que deseaba saber que era feliz, una voz llena de amor y teñida de melancolía - me ¿oyes?

Había estado unos segundos sin poder responder intentando que la voz me saliera con aquel sarcasmo que pretendía pero no pudo salir más que un:

- Hola – casi no podía oír mi voz, de hecho no sé si salió de mi boca y nadie lo sabría nunca porque me di cuenta que ya no había nadie al otro lado.

Miré el móvil y vi que este se había apagado. Intente encenderlo aún con lágrimas en los ojos de la emoción contenida, pero volvió a apagarse al instante, la batería estaba completamente agotada.

No podía dejar así las cosas.

Quizá estuve dos minutos pensando donde había dejado el cargador y otros cinco en concluir que, como siempre, lo había dejado en mi despacho, era allí donde lo cargaba.

Supongo que toda esa lentitud fue la causante de las prisas que me cogieron. Recogí el abrigo del suelo, donde había caído la última vez que había entrado por la puerta y dejé el apartamento antes de coger las llaves de casa, pero asegurándome de que llevaba las del coche.

Mi barrio era uno de estos donde todos los edificios son nuevos y, en su gran mayoría, deshabitados. En el que los primeros meses todo está limpio y, evidentemente, ya no instalan cabinas de teléfono, así que fui corriendo al aparcamiento, y rápidamente dirigí el coche con dificultad, a causa de lo que había bebido, hasta al lado de mi oficina, donde sabía que había una cabina, a pesar de que nunca la había utilizado.

Se me ocurrió subir a buscar el cargador, pero había dejado el móvil sobre el sofá, allí donde había sonado y las llaves de la oficina en casa. Así que busqué en el fondo de mis bolsillos y sin haber cerrado el coche ni haberlo aparcado bien, puse las monedas que conseguí reunir en la cabina de teléfono. Marqué con los dedos enguantados i me llevé el auricular a la oreja, temblando, mientras empezaba a ser consciente que la nieve me tocaba por primera vez en la vida. Entonces la voz de mi padre sonó con aquella frase que esperaba:
- Feliz Navidad, hija - no pretendía acertar como es que sabía que era yo, pero levanté la vista y vi todos aquellos copos dirigiéndose hacia mí.
- Papa, está nevando – dije con la voz rota.
- ¡Es maravilloso! Me gustaría estar contigo. Yo nunca he visto la nieve, pero hace mucho tiempo la sentí.
Empecé a llorar incontroladamente y me llevé una mano a la boca para que mi padre no me ollera sollozar.
- ¿Quieres saber cómo es papá? – dije intentando que no se notaran mis emociones. El no respondió, estaba conteniendo el aliento – ¿Recuerdas aquella melodía que escuchábamos cada domingo, cuando el vecino tocaba durante horas? ¿recuerdas la melodía que nos parábamos a escuchar sentados en el suelo con la espalda apoyada en la pared? – Él asintió sin decir una palabra, pero yo lo entendí – Es como aquella melodía de piano, pero más suave, como el terciopelo del vestido rojo de mamá. Cae con lentitud aunque con impaciencia. Hay tantos copos que parecen infinitos, parece que nunca dejarán de caernos encima, ¿lo notas?

Mi padre se puso a llorar. No sé si se alejó del auricular, pero tardó en responder.
- Nunca había visto nada con tanta claridad. Estoy contigo.
A causa de su ceguera más que prematura muchos años atrás, todo lo que mi padre había vivido había estado a oscuras. Cada vez que lo pensaba, veía que todas mis quejas estaban vacías.
Ahora lo había ayudado a ver la nieve y me sentía satisfecha pero también estúpida por estar tan lejos. Porque él habría estado mucho más feliz conmigo a su lado, quizá irónica y malhumorada, pero conmigo.
Cuando colgué el auricular tenía los cabellos completamente mojados y los ojos más cubiertos por las lágrimas que por la nieve, me sentía mareada i solamente quería hacerme un ovillo debajo de muchas mantas i no volver a ver la nieve, le había regalado aquella visión a mi padre.

Subí al coche y en el primer tramo ya vi que algo no iba muy bien. Me sentía mareada y confundida, casi no veía nada y todo estaba muy oscuro. Frené un poco, pero quería llegar pronto a casa para que la sensación se acabara, así que volví a acelerar, pestañeaba, pero cada vez lo veía menos claro.

Cada vez tenía más ganas de llorar, cada vez el coche se torcía más y más, la dulce voz de mi padre resonaba dentro de mi cabeza hasta que no quedó nada más que oscuridad.